Somos muchos los que hemos desarrollado una relación romántica con los océanos. Disfrutamos de la majestuosidad del mar en nuestro tiempo libre, vacacionamos con vistas a la bahía, y quién no sueña con sumergirse en su almohada con el sonido de fondo de las olas rompiendo en la playa. Poetas y artistas se han inspirado en el mar para producir sus obras más notables y todos nos hemos quedado abducidos en algún momento de nuestras vidas viendo un documental sobre los tesoros que albergan las profundidades oceánicas. Sin embargo, la relación directa de la gran mayoría de humanos con el océano es ocasional, ya que realizamos casi todas nuestras actividades en ambientes terrestres. Incluso muchos de los que vivimos en ciudades costeras, como Lima, no vemos el mar a diario.
Esta relación con el mundo marino contrasta con un reducido segmento de la población mundial, ubicado fundamentalmente en comunidades costeras, que vive de lo que siempre ha ofrecido el mar. Se encargan de salir a faenar en alta mar y traer pescados y mariscos que alimentan a millones de personas, de operar los pozos petrolíferos en las plataformas continentales o de construir y mantener la infraestructura costera turística para que en época estival los veraneantes disfruten de playas cómodas y accesibles. Su relación con el mar se ha desarrollado desde el respeto, con condiciones de trabajo duras y unas de las mortalidades laborales más altas del planeta, con el consecuente sufrimiento familiar y social.
La relación entre estas dos realidades se ha ido haciendo más interdependiente en las últimas décadas debido a una mayor demanda de los recursos del océano. A día de hoy, más del 20% de la proteína animal que comemos es de origen marino, con consumos per cápita altos incluso en países sin salida al mar. Esto ha derivado en que al menos el 80% de los stocks pesqueros del planeta están siendo explotados a su máximo potencial. El turismo de sol y playa se ha hecho masivo en gran parte del planeta, con bañistas desplazando a flora y fauna de sus hábitats costeros. Y cada vez recurrimos más a la energía marina, primero con extracción de petróleo y gas, y ahora también con plantas eólicas marinas y energía mareomotriz.
Todas estas actividades generan un impacto constante en nuestros océanos, llevando a muchos países a establecer áreas marinas protegidas, moratorias a la extracción marina de combustibles fósiles o reformar su política pesquera para incentivar la pesca sostenible. Si bien el camino por recorrer es todavía largo, todas estas medidas han mostrado un éxito comedido y han alejado las proyecciones más pesimistas de que a mediados de siglo habría un agotamiento crítico de la biomasa marina.
Sin embargo, han surgido nuevos retos ambientales en las últimas dos décadas que pueden comprometer los tímidos avances descritos anteriormente. En primer lugar, el cambio climático está incrementando la temperatura del océano a un ritmo sin precedentes, generando la extinción y migración de fauna y flora marina, poniendo en riesgo la infraestructura costera por el aumento del nivel del mar y alterando la dinámica oceánica.
En segundo lugar, el crecimiento desordenado de urbes en el sur global está ocasionando la emisión de millones de metros cúbicos de aguas residuales sin tratar a ríos y océanos. Esto aumenta la hipoxia de los cuerpos de agua, dando lugar a las denominadas zonas muertas: extensas áreas costeras, como la desembocadura del río Mississippi o el mar Amarillo, donde la pérdida de biodiversidad se magnifica.
Por último, los plásticos marinos se han convertido en un incómodo reto ambiental, ante la escalada de residuos mal gestionados que se vierten al océano, o al goteo constante de microplásticos que proceden de los neumáticos de los carros o del uso de cosméticos. Todos estos residuos se acaban acumulando en el océano, que actúa como sumidero, poniendo en riesgo a los animales marinos, que pueden verse expuestos a la toxicidad de estos materiales, o sufrir de episodios de estrangulamiento o asfixia por su ingesta.
Lamentablemente estos tres ejes contribuirán a mantener una alta presión antrópica sobre los océanos y sus recursos. Seaspiracy, un documental sobre los impactos ambientales de los océanos recientemente estrenado en Netflix, sugiere que dejemos de comer pescado: puro romanticismo. En el lado opuesto, el Congreso de la República en Perú busca derogar la ley de plásticos de un solo uso: pura soberbia. La realidad es que se nos avecinan desafíos oceánicos complejos que van a requerir de soluciones innovadoras. Solo una respuesta integral desde la ciencia y la tecnología, así como amplias dosis de concientización ambiental, lograrán reconciliar al romanticismo con la realidad.
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